Dime cómo te calzas y te diré quién eres... No exagero. La naturaleza empezó a transformarse en historia y ésta se echó a andar (nunca mejor dicho) cuando la última troglodita se puso un par de zapatos. Ni los paleontólogos ni los arqueólogos han conseguido, hasta ahora, fechar ese momento mágico, genesíaco, cuya antigüedad –pues eso sí se sabe– resulta, por lo desmesurada, casi inverosímil. Nefertiti, sea como fuere, los usaba. Cleopatra, ni te cuento. Las emperatrices chinas los utilizaban para reducir el tamaño de sus lindos pies –costumbre, afortunadamente, desaparecida–, y seducir y hacer cosquillas con ellos a los emperadores (y a los validos de los emperadores) cuando las europeas aún andaban con los pinreles al aire. Consta asimismo, dicho sea a modo de guinda de tan augusto historial, que también la reina de Saba escondía sus pies de bruja en el primoroso estuche de unos zapatos de sangre azul. Lo sabemos porque Salomón descubrió que su amante era una criatura luciferina cuando, camino ya del lecho, se descalzó y permitió que el rey sabio viese por primera y, acaso, última vez sus pies desnudos, que no eran tales, sino pezuñas cabrías. ¿Generaron éstas morbo o susto y gatillazo? La leyenda no lo dice.
Los sociólogos, los psicólogos y, por supuesto, los sexólogos llevan siglos devanándose los sesos a cuento y cuenta de la riquísima simbología agazapada en los zapatos, sobre todo (aunque no solo) los femeninos. Imposible es rastrear y exponer aquí el resultado de sus pesquisas. Haré lo que pueda, diré lo que me quepa. Yavé –andrógino por excelencia– promulgó la ley mosaica con sus divinos pies –¿llevaría zapatos?– sólidamente plantados en la cumbre del Sinaí. Los dioses griegos moraban en lo más alto del monte Olimpo. La Virgen ascendió a los cielos. Las yetis viven en el Himalaya. Todas ellas –mujeres, monos, deidades– sabían por ciencia infusa que el poder exige elevación y que la elevación otorga poder. Los zapatos –suela, plataforma, plantilla, contera, tacón– añaden inicialmente eso, altura, y no sólo cobijo, a la estatura de las mujeres. Y así, de centímetro en centímetro, de regresivo grosor en progresiva delgadez, rizando el rizo del refinamiento, nacieron y crecieron los tacones altos, cada vez más altos, de aguja, de daga, de flecha que hiere en lo más vivo –el instinto de reproducción. Sin él no existiríamos –o de junco que cimbreándose da gallardía al cuerpo de una hembra y la transforma en mujer. O, a veces, en diosa.
Pensaba Freud, obsexionado, que la condición femenina genera y padece, desde la infancia, un oscuro complejo de castración, y –colándose por esa brecha– no pocos psicólogos y muchos psicoanalistas aseguran que la afición o adicción de las mujeres a los tacones altos obedece, en parte, a ese complejo y, protésicamente, lo compensa. ¡Mumm! No sé, no sé... Será o no será cierta la especie, que en tales cosas más vale ir con pies –y zapatos– de plomo, pero nadie, supongo, se atreverá a negar la evidencia de que los tacones altos, agudos o romos que sean, pero erectos siempre, parecen un símbolo del falo en actitud de procrear. De ahí, seguramente, lo ambiguo de su connotación erótica, que afecta tanto a los varones como a las mujeres.
Y a mí, con perdón, entre aquéllos. Lo primero que miro, remiro y valoro en el exterior de una dama –no, por supuesto, en su interior, que importa mucho más– es el tobillo: ahí su clase, su figura, su finura, el secreto encanto y el discreto donaire de su compás...Pues bien: nada, en mi opinión, realza tan sabiamente esa zona de la anatomía yin como unos zapatos o unas sandalias de puntiagudos tacones. Y si van éstos coronados por unas medias transparentes de rugosa costura... Eso es el acabóse.
Obsérvese, y dígaseme si me equivoco, el porte, la apostura y la gracia de un cuerpo de mujer encaramado a tan glorioso punto de apoyo. Dádmelo y, sin necesidad de palanca de Arquímedes, moveré el mundo. Todo, en esa figura, desplazado airosamente hacia delante su centro de gravedad, se torna elegancia grácil y suave arrogancia, tierna altivez, inocente lascivia, balanceo cadencioso, incitación al pecado de la carne y a la virtud de la mirada, aire en movimiento, estrella fugaz, mecánica celeste, tijereteo, sonrisa y trallazo de mascarón de proa...¡Señor, Señor! ¿Acaso la Belleza no es también, como dije, instrumento y destello del Poder?
Otro símbolo: el del barco... Proa, escribí, y popa, tendría que haber añadido. Son, efectivamente, vehículos de navegación con hechuras de chalupas accionadas por el velamen de las piernas que surcan las procelosas aguas de la tierra firme. Su diseño así lo indica, pero sospechan, además, los cartógrafos de la simbología agazapada en los objetos que los coleccionistas de zapatos son, en realidad, viajeros frustrados, nómadas sin caravana, polizontes de dique seco, marineritos de agua dulce siempre deseosos de hacerse a la mar.
Otro símbolo: el del barco... Proa, escribí, y popa, tendría que haber añadido. Son, efectivamente, vehículos de navegación con hechuras de chalupas accionadas por el velamen de las piernas que surcan las procelosas aguas de la tierra firme. Su diseño así lo indica, pero sospechan, además, los cartógrafos de la simbología agazapada en los objetos que los coleccionistas de zapatos son, en realidad, viajeros frustrados, nómadas sin caravana, polizontes de dique seco, marineritos de agua dulce siempre deseosos de hacerse a la mar.
O, acaso, de subir en globo, en aeroplano, en ala delta, en lo que fuere, porque los zapatos son también, según la lírica, pájaros que vuelan a ras de tierra y, en cuanto tales, según la mitología transpersonal de la ciencia mística, emblemas de la búsqueda de luz, del subidón del Espíritu, del impulso de sensación consubstancial al ser humano... Un arquetipo, ¡vaya!, y no sólo de la conciencia, sino también, rebajándole los humos, de la ambición mundana, como se pone de manifiesto en el detalle, altamente significativo, de que los zapatos de Cenicienta –símbolo de la mujer que por mérito propio escapa de la miseria y asciende en la sociedad– sean cristalinos, refulgentes, centelleantes... Translúcidos, en definitiva. Las fábulas tiran a dar, nunca lo son en vano.
Valga un ejemplo: en Estados Unidos, que hoy por hoy, nos guste o no, son el Imperio y, por ello, la pauta, las mujeres de clase acomodada poseen por término medio, según las estadísticas, la friolera de treinta pares de zapatos por cabeza o, mejor dicho, por pie. Y sin eso, aseguran, no hay status que valga. ¿Comprenden por qué puse en la primera línea de este artículo lo de dime cómo te calzas y te diré quién eres?
Sí, sí, hasta las gatas necesitan zapatos. O botas, como el del cuento. Pónganse ustedes las unas o los otros y den pasos de siete leguas o de damisela china. Lo que importa es caminar, pero sin calzado no hay camino. Y elíjanlo bien: lo contrario les arruinará la vida. Buen viaje.
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